[Marcos] “¿Qué está permitido en sábado?, ¿hacer lo bueno o lo malo?, ¿salvarle la vida a un hombre o dejarlo morir?

En el camino pedagógico de la historia de la Revelación, una de las experiencias que fueron creciendo “mano a mano” con el conocimiento del rostro de Dios fue la del conocimiento de la dignidad del ser humano y del valor de su vida.

Después de la etapa de mayor primitivismo, en la época de Abraham y los patriarcas, hacia el siglo XVIII a. C.,  se fue forjando en Israel la conciencia de pueblo y pueblo elegido, comunidad, asamblea creyente que encontraba su fuerza y su dignidad en la vinculación de los israelitas con el Dios de la Alianza. Hablamos de los tiempos de Moisés, sobre el siglo XII a. C. Con Moisés y la “Ley del Talión” (“ojo por ojo…”) se pone un primer freno y límite a la venganza exterminadora con que hasta ese momento se confundía la justicia.

En la época de los profetas Dios revela insistentemente cómo todo aquél que es prójimo de los israelitas, el inmigrante o el extranjero, por el hecho de vivir a su lado participa de esa dignidad personal y debe recibir un respeto y una consideración desde un argumento de igualdad, “porque extranjeros fuisteis vosotros también en Egipto”.

No se puede derramar sangre humana porque es sagrada al pertenecer sólo a Dios y es Él quien pedirá cuenta sumaria a cada uno e impondrá la sentencia, no hombre alguno. Un nuevo paso hacia la igualdad en la común dignidad de todo ser humano. La viuda y el huérfano, como los pobres en general, son mostrados por los profetas como objeto del Amor preferencial de Dios y tenedores de una dignidad tan inviolable para Yahvé como quebrantada por quienes los abandonan. Un paso más: a los ojos de Dios todos valemos lo mismo.

El paso definitivo hacia la igualdad y la recapitulación de toda la antigua Revelación hacia un nivel nuevo fue dado en la Encarnación del Hijo de Dios. Toda carne humana está sellada con el rostro de Aquél que la hizo suya para Imprimir una dignidad sagrada y una impronta divina en toda persona que Dios pone en la existencia. Es por Jesucristo que toda vida humana alcanza su mayor grado de sacralidad y, en consecuencia, así debe ser respetada, promovida, cuidada.

La religión que mana del costado abierto del Redentor de los hombres abre una camino franco hasta el corazón del Padre, pero ese camino pasa siempre, necesariamente, por el corazón del prójimo en quien cada uno debe tributar el culto en espíritu y verdad que Dios espera recibir a través de un humanismo divino aprendido del hombre de Nazaret, el Cristo de Dios, por el que a cada persona, incluido cada uno a sí mismo, se la trata como a un templo o un sagrario de la divinidad.

Promover y respetar la igualdad de todos los seres humanos es un acto de culto cristiano y toda afrenta sistemática contra la universal igualdad de dignidad y derechos no deja de ser un crimen contra Dios y, de ser perpetrada por uno de nosotros, será una deformación del evento cristiano cuando no una apostasía.