[Hechos] “En aquellos días, los que se habían dispersado en la persecución provocada por lo de Esteban llegaron hasta Fenicia, Chipre y Antioquía, sin predicar la palabra más que a los judíos. Pero algunos, naturales de Chipre y de Cirene, al llegar a Antioquía, se pusieron a hablar también a los griegos, anunciándoles la Buena Nueva del Señor Jesús.”

[Juan] “Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Lo que mi Padre me ha dado es más que todas las cosas, y nadie puede arrebatar nada de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno “
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Aunque nuestras decisiones las pueden propiciar o alejar un tanto de nosotros,  nadie puede elegir las crisis por las que atravesar a lo largo de la vida ya que, generalmente, son factores incontrolables, externos a la persona, los que desencadenan dichas crisis. La experiencia de vida nos dice cuánto es verdad la frase de san Pablo “A los que aman a Dios todo le sirve para el bien”, por lo que, enlazando estos dos argumentos, bien podemos comprender que siempre hay un modo de vivir las crisis para pagar el menor coste personal posible y, además, salir de ellas más fuertes y con algún fruto. Esto fue lo que experimentaron los cristianos de la primera hora cuando se desperdigaron huyendo de las persecuciones y por ello extendieron la Buena Noticia de Jesucristo a su paso por toda la cuenca del Mediterráneo.

Como sociedad y como Iglesia no paramos de analizar las crisis que nos asedian buscando soluciones para poder salir de ellas. Ciñendonos a las crisis eclesiales, tenemos la de la disminución de vocaciones, el aumento de la edad media de los fieles, la secularización de la sociedad que hace decrecer el número de cristianos que participan activamente de la vida eclesial, la crisis generacional fruto de los tan distintos lenguajes, prioridades y valores entre personas a las que no separan más de 20 años, etc.

Si le concedemos algo de credibilidad a la frase ya citada de san Pablo y miramos el retrovisor de la historia de nuestra Iglesia para analizar cómo han actuado otros creyentes de otras épocas en situaciones como la nuestra o incluso mucho peores, quizá podamos encontrar algunos ingredientes para cocinar algo nuevo, libre del aceite de rancio de tantos refritos.

Sobre una base de fe fresca coloquemos una generosa porción de sacramentos y oración, sazonandolo todo con la sabiduría exprimida de un intelecto formado y en búsqueda; tras mezclarlo todo hasta alcanzar una masa compacta, lo horneamos fuerte al fuego de la caridad comprometida y lo ornamentamos con toda clase de actos de virtud para embellecer un plato que se servirá a partes iguales entre todos los comensales que podamos sentar a la mesa de nuestra vida, una mesa familiar en la que quienes comparten el alimento y la vida tratan de permanecer unidos y en armonía, sumando sillas a las ya ocupadas y ampliando la extensión de la mesa para invitar a más y más personas a sentarse a esa mesa de familia presidida siempre por Aquél que nos llama a comer juntos, a vivir unidos, a propiciar que la oscura soledad de tantos sea rasgada por la luminosidad de nuestra comunión con Dios y entre nosotros,  una unidad que será el principio y el motor para la superación de toda crisis desde la suma de las fuerzas de todos los que en Cristo se hacen uno y perseveran unidos en toda clase de obra buena.